Si no cerramos los ojos a la dura realidad, la animadversión entre españoles, es decir, la ojeriza, la enemistad, viene de lejos. Ya el viajero Bartolomé Joly, en 1604, se sorprendió del fuerte localismo que existía en los ánimos de los valencianos, aragoneses, vizcaínos, catalanes, gallegos o portugueses, «cuya forma de entretenimiento era decirse defectos y barbaridades mutuamente». Quizá por ello, para un español de los siglos pasados, para nuestros abuelos -y aún para nosotros-, la mención de un pueblo traía automáticamente a su memoria el apodo que se aplicaba a sus habitantes o al pueblo mismo. Sabemos algunos de estos motes porque el propio Cervantes nos los dijo. Porque muchas vayas, matracas y pullas circularon por la España del Siglo de Oro, y posteriormente hasta nuestros días, fondo de la profunda animadversión que sintieron unos pueblos contra otros, unas comarcas contra otras y unas regiones por sus regiones vecinas. Por otra parte, la animosidad entre los pueblos próximos siempre ha sido tan grande, que no es extraño encontrar refranes que entrañan insultos y aun ofensas. Muchos de ellos sin más justificación que el consonante. Los refraneros, diccionarios y obras literarias nos muestran muchos, infinitos de ellos, repetidos cientos, miles de veces y algunos aún vigentes. Y hasta tal punto que constituyen una de las más apasionantes investigaciones acerca del ser y existir de los españoles. José Esteban ha venido repartiendo su vocación literaria entre la edición, la crítica y la novela. Fruto de esta actividad ha sido la recuperación de escritores olvidados como Ciges Aparicio, Joaquín Arderius o Ciro Bayo. Es autor de una edición crítica de la obra aforística de Bergamín, de Las sietes cucas de Eugenio Noel y de Lazarillo español de Ciro Bayo. Como novelista ha publicado El himno de Riego, La España peregrina y El año que voló papá. Su último título, en esta editorial es Vituperio (y algún elogio) de la errata.